martes

ella

Estoy en una cama blanca. Enorrrrme. Las sábanas son suaves, delicadas. La luz entra por la ventana y baña de claridad dos cuerpos. El mío y el de otro.
Lamidas, saliva, fluídos, besos, abrazos. Piernas y manos. Cada tanto alguna mirada, llena de deseo,  fugaz.
Suena el teléfono. No dejo que suene más de tres timbrazos y ya estoy atendiendo. Es ella. Corto un poco incómoda. Intento volver a la cama blanca, enorme. Al otro cuerpo.
Saliva, lamidas, piernas. Suena el teléfono. Intento conseguir una distracción genital. Sigue sonando el teléfono.
Atiendo.
Es ella.
Empiezo a entender que no me libraré esta vez tampoco.
Me visto o salgo desnuda. Es lo menos importante.
Pero voy corriendo. Ella ha llamado y yo no he podido dejar de ir a su encuentro.
Subo al metro. Son 45 estaciones. El vagón está vacío. Miro y trato de mirar y de distraerme con la gente, pero nada. Busco a mi alrededor algún papel para leer. Alguna música para escuchar. Solo las instrucciones en caso de incendio que ya he leído mil quinientas veces en esta vida de saturada aceleración.
Por fin llego a la estación. Subo casi corriendo las primeras escaleras y ya llegando a la esquina, corro de manera sudada.
En la puerta del edificio ya noto la humedad.
Por las escaleras veo un poco de líquido. Seguramente tiene que ver con ella.
Cuando llego al tercer piso, por debajo de la puerta sale un líquido transparente parecido al agua. Son lágrimas.
Abro la puerta. Todo el lugar está inundando. Al fondo de la habitación la veo sentada. Con las piernas muy muy juntas. Los brazos cruzados bien arriba y esa cara que tanto me recuerda a mi padre. Los ojos muy pequeños. Los labios muy finos. Las arrugas de la nariz son el delta del surco espantoso que brota en su frente por el que corre un río de culpas y leyes fundamentales.
Me acerco a ella. No se deja ni tocar. Trato de explicarle que quería sentirme bien.
Por supuesto, ella no tiene nada que decirme. Nada que explicarme. Yo sé exactamente qué es lo que debo sentir. Para eso está ella ahí. Esas lágrimas que inundan el departamento no son suyas. Esas lágrimas son para mí. Para que yo las derrame. Para la tristeza que ella quiere invocarme.
Son las lágrimas que debería haber llorado para que su función, su existencia, tuviera algún sentido.
Lo peor de todo es que cada vez que llego al departamento y están esas lágrimas, tengo que elegir si recogerlas o dejarlas que se sequen hasta llenar de una especia de sal rosada todo lo que tocan.
Lo peor de todo es que muchas veces las recojo.




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